La mayor suerte del mundo

Por fin anochece. Termina el día. Por fin.

Creí que lo estaba pensando, pero lo he dicho en voz alta. Lo he querido susurrar para mis adentros pero, en lugar de quedarse en mi cabeza, no he podido evitar que retumbara en las paredes de mi habitación como un suspiro cargado de rabia y frustración.

Por fin… Ha sido un día largo.

Abro mi portátil dispuesta a distraerme y a olvidar las últimas 24 horas, olvidar por un momento mi mala suerte y cuanto desearía en este instante ser cualquier otra persona…Alguien más afortunado.

Y de pronto, algo me choca. Me golpea como un tren a mil por hora y me deja unos segundos inmóvil frente al portátil. 

Y las veo, sonrientes, iluminando más que un fondo de pantalla. Con su piel envejecida por el tiempo y las desgracias, y su mirada profunda, intensa, sincera, pero sobre todo alegre. Siempre alegre. Alegre y agradecida.

Una foto que llevo viendo durante meses de la que, de pronto, no puedo apartar la vista. 

Tres mujeres. Tres historias. Tres sonrisas que me transportan en segundos a Calcuta, que me ponen la piel de gallina al sentir que estoy ahí, otra vez, con ellas. Sonriéndole de vuelta a sus sonrisas. Empapándome de sus ganas de vivir. Compartiendo un poco de su alegría. 

Esa alegría que mantienen intacta, que ha ganado a miedos, a sufrimiento y a miles de tempestades. Esa alegría que de pronto me hace sentirme ridícula con mis quejas y problemas, que no viene de otra parte que de la más profunda gratitud aún cuando parece que no tuvieran nada que celebrar.

Porque en esos momentos, de ellas aprendí que sí hay algo: siempre hay algo. Algo que pasa desapercibido, que no hace ruido, que no ves si no te paras a mirar. Algo como que estás vivo. Que tienes por delante una vida llena de oportunidades, y que tienes, sobre todo, la esperanza de saber que mañana será un nuevo día. Y que esta es y será siempre la mayor suerte del mundo, pero sólo para aquellos que se paren a apreciarla.

Y eso hicieron ellas, sin saberlo: me enseñaron nada menos que a apreciar, a agradecer, a sentirme, como ellas, profundamente afortunada solamente por el hecho de estar viva. Y puede que ese fuera el mayor regalo que me hicieran, y el más grande que nadie me vaya a hacer.

Vuelvo a abrir mi ordenador. Vuelvo a mirarlas y, sin poderlo controlar, sonrío. Y vuelven a mi mis problemas, se amontonan otra vez en mi cabeza, pero por una razón no puedo contenerme la sonrisa. 


Y es que puede que de pronto, al recordarlas, al mirarlas sonreír, me parezca que no tengo ni un motivo para no devolverles esta noche la mejor de mis sonrisas.







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